Por Ralf Dahrendorf
Para LA NACION. LONDRES
No hace mucho, habríamos conjeturado que ya no quedaban tabúes, al menos en Europa. El proceso iniciado con la Ilustración había llegado al punto del "todo vale". No parecía haber límites, particularmente en las artes. Se podía mostrar lo que, incluso una generación atrás, se habría considerado en extremo ofensivo. Dos generaciones atrás, la mayoría de los países tenían censores que no sólo procuraban impedir que los menores vieran ciertas películas: también prohibían libros. A partir de los años 60, tales prohibiciones fueron menguando hasta que, finalmente, la sexualidad explícita, la violencia y la blasfemia -aunque perturbaran a algunos- se toleraron como parte del mundo ilustrado. ¿O no? ¿De veras no hay límites? Fuera de Europa, el "todo vale" nunca fue aceptado plenamente. E incluso en Europa, hubo límites. El historiador David Irving continúa preso en Austria por el crimen de negar el Holocausto. Por supuesto, es un caso especial. Negar una verdad bien documentada puede llevar a nuevos crímenes. Pero ¿la respuesta al viejo interrogante sobre la naturaleza de la verdad es siempre tan clara? Cuál es la última frontera ¿Qué estamos haciendo exactamente al exigir que Turquía reconozca el hecho del genocidio armenio como requisito para su ingreso en la Unión Europea? ¿Estamos tan seguros de las teorías de Darwin sobre la evolución, que deberíamos proscribir de las escuelas otras nociones alternativas? Quienes se preocupan por la libertad de palabra siempre se han preguntado cuáles son sus límites. Uno es la incitación a la violencia. El hombre que, en un teatro atestado, se levanta y grita "¡Fuego!" cuando no lo hay, será culpable de cuanto ocurra en la estampida resultante. Pero ¿y si lo hubiera? Tal es el contexto en que podemos observar la irrupción de tabúes islámicos en el mundo ilustrado, mayoritariamente no islámico. Hemos visto esgrimir la violencia y la intimidación en defensa de determinados tabúes religiosos. Desde la fatwa contra Salman Rushdie, por sus Versos satánicos , hasta el asesinato de una monja en Somalia, en respuesta a la conferencia dictada por Benedicto XVI en Ratisbona. O la cancelación por la Opera de Berlín de una presentación de Idomeneo , de Mozart, donde aparecían las cabezas cercenadas de Mahoma y otros fundadores de credos. Aquí hay interrogantes difíciles de contestar por los defensores civilizados de la Ilustración. Está bien tolerar y respetar a quienes tengan otras creencias; quizá sea necesario para preservar un mundo ilustrado. Pero es preciso considerar la otra vertiente. Las reacciones violentas contra opiniones desagradables nunca se justifican y no se pueden aceptar. Quienes sostienen que los terroristas suicidas expresan rencores comprensibles han vendido su libertad. La autocensura es peor que la censura porque implica el sacrificio voluntario de la libertad. Por consiguiente, debemos defender a Rushdie, a los caricaturistas daneses y a los amigos de Idomeneo , nos gusten o no. Si no gustan a alguien, ahí están todos los instrumentos de debate público y razonamiento crítico de que dispone una comunidad ilustrada. También es cierto que no estamos obligados a comprar un libro o escuchar una ópera en particular. Qué pobre sería este mundo si se nos prohibiera decir cualquier cosa que pudiera ofender a cualquier grupo. Una sociedad multicultural que acepte todos los tabúes de sus diversos grupos tendría poco de qué hablar. El tipo de reacción que hemos visto recientemente, ante opiniones ofensivas para algunos, no presagia nada bueno para el futuro de la libertad. Se diría que una nueva ola de Contrailustración está barriendo el mundo y los criterios más restrictivos dominan la escena. Frente a semejantes reacciones, debemos reafirmar enérgicamente los puntos de vista ilustrados. Idomeneo rescatado Defender el derecho de todos a expresarse, aun cuando detestemos sus opiniones, es uno de los fundamentos primordiales de la libertad. Así pues, Idomeneo debe representarse y se deben publicar las obras de Rushdie. Que el director de un diario publique o no caricaturas que ofendan a quienes creen en Mahoma (o en Cristo) es una cuestión de criterio, casi de gusto. Tal vez, yo no lo haría. No obstante, defendería el derecho de quien decidiera hacerlo. ¿Los últimos incidentes de este tipo requieren un "diálogo entre religiones"? Es un punto discutible. Un debate público en que las partes expongan claramente sus argumentos parece más apropiado que una conciliación. Los beneficios del discurso ilustrado son demasiado preciosos para convertirlos en valores negociables. Defenderlos es la tarea que tenemos por delante.
Ralf Dahrendorf *
© Project Syndicate/Institute for Human Sciences y LA NACION
*: El autor, inglés, fue rector de la London School of Economics y director del St. Anthony s College, en Oxford; actualmente, integra la Cámara de los Lores (Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/851723
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(Compilado por ClaudioSerraBrun. 2006,
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